HOMILÍA LITURGIA DEL RETIRO DE ADVIENTO 2025

HOMILÍA LITURGIA DEL RETIRO DE ADVIENTO 2025

Estimada Comunidad Agustiniana:

El fin de año ha llegado casi sin darnos cuenta. Es increíble cuán rápido ha pasado el tiempo. Las fiestas de fin de año ya han llenado nuestra vida de compras, de luces y de deseos; pero, por sobre todo, deberían llenarnos de esperanza, porque nos disponemos a recordar y celebrar, una vez más, uno de los misterios más grandes de nuestra fe: la Encarnación del Hijo de Dios.

¿Nos hemos detenido a pensar en esto? Dios ha querido hacerse humano. Dios, en su amor infinito, se hizo hombre y puso su morada entre nosotros. ¿Y dónde quiere habitar hoy? No solo en un pesebre como el que vemos aquí, sino en cada uno de nuestros corazones. Nuestro corazón está llamado a ser el verdadero pesebre donde Jesús desea nacer.

Por eso, al hacer la revisión de este año 2025, de todo lo que hemos vivido y recorrido, es importante preguntarnos con sinceridad: ¿qué hay en mi corazón? San Agustín nos dice en sus Confesiones: “En mi corazón soy lo que soy.” Con estas palabras nos recuerda algo muy simple y, al mismo tiempo, muy profundo: al corazón no lo podemos engañar. Cada día entregamos lo que somos, y lo que somos nace de lo que habita en nuestro corazón.

Por este motivo, es esencial preguntarnos hoy: ¿qué hay en mi corazón?, ¿qué estoy entregando? ¿Estoy viviendo y entregando plenamente mi vocación de docente, de educador, en este colegio católico agustiniano?

La liturgia de la Palabra nos ayuda a hacer este discernimiento. El salmo que acabamos de rezar pone en palabras la experiencia del Pueblo de Israel: “Muéstrame, Señor, tus caminos.” Hoy muchas veces decimos esta oración de otro modo: “Señor, ayúdame a tomar la mejor decisión”, “Espero estar eligiendo bien”. En el fondo, todos deseamos recorrer bien el camino de nuestra vida. Pero entonces surge una pregunta más profunda: ¿qué caminos deseamos recorrer?, ¿cómo los estamos recorriendo?, ¿con qué mirada caminamos?

Como educadores de este colegio, ¿recorremos nuestro camino dejando a Dios al margen?
¿Ayudamos a nuestros estudiantes a descubrir a Dios en todas las cosas? ¿Los acompañamos a reconocer la bondad y la verdad no solo en los libros, sino también en nuestras propias vidas?

Vivimos en un mundo que busca la verdad, pero muchas veces nos quedamos encerrados en nuestra verdad. Cuando esto sucede, dejamos de mirar al otro, porque lo único que importa es lo que yo pienso, lo que yo quiero, lo que yo tengo. Como educadores agustinianos, necesitamos ser conscientes de que vivimos y educamos desde una verdad común, que no nos pertenece en exclusiva: Jesucristo. San Agustín lo expresa con mucha claridad cuando dice, en palabras sencillas: La verdad no es mía ni tuya: es de todos, y Dios nos llama a compartirla, no a adueñarnos de ella.

Hoy es fácil tergiversar la verdad, mostrar solo lo que nos conviene, callar lo que incomoda. Entonces nos preguntamos con honestidad: ¿qué hacemos cuando nos damos cuenta de que hemos cometido errores?¿qué hacemos cuando no hemos actuado según los valores del Evangelio?

El Evangelio de hoy nos ofrece dos respuestas. Zacarías queda mudo porque no creyó en la palabra del ángel. En cambio, su hijo Juan será la voz que clama en el desierto, la voz que invita a preparar el camino del Señor. Cuando cometemos errores, el camino es enderezar.
Cuando nos alejamos del Evangelio, el camino es volver la mirada al Señor, que es la Verdad y quien siempre nos invita a caminar en la Verdad.

Juan el Bautista será quien prepare el camino del Señor. Nosotros también estamos llamados a preparar caminos: caminos de diálogo, de reconciliación, de encuentro. Así lo anuncia el profeta Malaquías: “Él hará volver el corazón de los padres hacia sus hijos y el corazón de los hijos hacia sus padres.” En una comunidad educativa, esto significa sanar vínculos, reconstruir confianzas, volver a escucharnos. Y esta misión no se vive solo en el aula con los estudiantes, sino también entre nosotros, como comunidad de educadores.

Educar, en el fondo, también es una forma de encarnación: permitir que Cristo se haga presente en nuestras palabras, en nuestros gestos, en nuestras decisiones cotidianas. Muchas veces, nuestros estudiantes conocen el rostro de Dios a través de nuestra coherencia, de nuestra paciencia y de nuestra manera de amar.

Para finalizar, recordemos que entregamos algo que no es nuestro, como lo hizo Juan el Bautista. Él no era la Palabra, era solo la voz. La voz pasa; la Palabra permanece. San Agustín lo explica así, de manera muy clara: Juan era la voz; Cristo es la Palabra eterna. Si quitamos la Palabra, la voz se convierte en un ruido vacío. La voz sin Palabra no construye, no edifica.

Que el Señor nos conceda la gracia de anunciar siempre la Palabra de Verdad; que nuestra voz no sea un ruido vacío, sino una voz humilde y pasajera que señale a la Palabra eterna que existe desde el principio.

A Jesucristo, Palabra eterna del Padre, sea todo el poder, el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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