En el contexto del desarrollo de la Escuela de valores de nuestra institución, compartimos la…

PREMIACIÓN EN CONCURSO DE CUENTOS DE LA UDD Y POESÍA EN “TALENTOS DE CHILE” DEL PROGRAMA BIBLIOTECAS UC
El día 27 de diciembre se realizó en la Facultad de Psicología de la Universidad del Desarrollo (UDD) la premiación del concurso de cuentos “Adiós Colegio, Bienvenida Universidad”, convocado por esa casa de estudios. Obtuvieron distinciones nuestros estudiantes (ahora exestudiantes de la Generación 2022), Lucas González (2° lugar) y Antonia Castro Ortega (3er lugar).
También en el Concurso Literario “Talentos de Chile”, la estudiante Francisca Rivero Bruno de 5° C, obtuvo el primer lugar con su “Oda a las pantuflas”, certamen convocado por Biblioteca Escolar Futuro, del Programa Bibliotecas UC.
Presentamos aquí las obras premiadas:
Boicot
Por Lucas González
Disocio iniciar el día y tomar el tren con el resto del día. La mañana es mi momento de calma; son dos horas que comprimen la sincronía de tiempo y libertad. Mi ducha simula un recital, cepillarme los dientes es el preludio de secarme el pelo y que me fotografíen para una revista de moda, que la distintiva manera en que ornamento mi uniforme escolar sea la portada, encabezada de un artículo hablando de mi debut en la literatura. Y salgo. Al mundo dejo entrever la calidad de mi talento, que la innata monocromía de mi rutina desvanece. Quisiera saber quién me acercó al arte, para cortarme de él, a apartar toda labor creativa a costa de repetir resoluciones de problemas que a nadie le causan. Acostumbro puntualidad en horarios regulares, sin embargo, se acaba el semestre y con toda la materia finalizada me he tomado con ligereza el tiempo. Armo mi mochila y salgo a la calle, hacia la estación de metro.
Dentro del tren, me toca la suerte de encontrar un asiento y darle cobijo al apuro. Frente mío está un hombre compensando el sueño que le costaron llamativas ojeras, con los brazos refugiando la comodidad de su equipaje. Me cuestiono si será una muestra de cariño al esfuerzo de años de carrera. Idealizo la llegada a su lugar de trabajo, comprarse un desayuno con el dinero que gana y decir «trabajé para esto», y anhelo esa falsa independencia, esa condición para conocer el sabor del oficio. La dualidad que marca su madurez y mi mocedad me tranquiliza; menos porque ambos tengamos sueño que, la garantía —por simple probabilidad— de saber que en algún momento mi esfuerzo también me dará de comer y abrazaré con amor mi devoción a un contrato. Sé que todo saldrá bien, que en el futuro tendré algo que pagará mi departamento personal, pero me desalienta saber que eso es lo que pasará; quisiera que fuera un poco más ostentoso. El estruendo de los raíles corta mi diálogo y alarma la respuesta del hombre. Miro hacia otro lado.
Llego a mi estación, y subo dos escaleras que me guían de frente al exterior. Mi colegio está a dos cuadras. Este es el tramo más lento de mi mañana y, en el que más soy multitud. A veces sigo el rastro de todo tipo de estudiantes; de kínder con sus padres, hermanos que van juntos al colegio o, amigos que viven cerca del otro y temo que suelten mi mano. Porque aún necesito que alguien me cuide, porque aún no he crecido, porque aún— Cada paso que doy es una fracción menos de tiempo y me pregunto si es muy tarde para dibujar, si me reservo mucho para actuar, si a alguien le sirve mi rostro o voz. Y me ahuyenta la complicidad de lo que me volveré; porque al fin y al cabo no puedo evitar culparme de seguir las normas. Llego a mi colegio.
Salir del cascarón
Por Antonia Castro Ortega
Iba con sus dos patitas naranjas y su pelaje blanco, sus cachetitos rosados junto a sus ojitos aceitunas, venían llorosos del miedo al entrar a su nueva escuela. Su mamá lo estaba dejando en la puerta y le dijo que él ya era un pajarito que había salido del cascarón y que iba a derrotar todo a su paso para poder volar libremente hacia un dios. Él no había entendido esa frase hasta hace poco, aun así, entró hacia lo desconocido, un poco más confiado de que terminará pronto y que volverá a casa, pensando que no volvería más al colegio, que solo era una vez.
Fue una larga rutina de 18 años esperando a que terminara. Nuestro protagonista, el pequeño pato con ojos de botón y su gorrito azul, estaba más alto y su sombrero característico era ahora un jockey. Tenía variedad de amigos y hasta seguía oliendo el cerezo donde se había enamorado por primera vez de algún compañero de su clase. En su colegio fue el lugar donde conoció los términos de amigo, mejor amigo o enemigo. Hasta supo que era el amor.
Pero, aun así, nuestro amigo se sentía vacío. Las personas alrededor de él no lo llenaban y simplemente era por la nostalgia de sentirse mucho mejor en el pasado, donde sentía el caluroso cariño y el saturado color del sol que seguía pegándole en la cara. La palabra pertenecer le atormentaba todo el tiempo. El lugar en donde estaba nunca fue mi lugar: ¿Cómo era eso posible si ni siquiera se había cambiado a otro? Siempre ha estado en el mismo, simplemente no lo sabía.
Él a veces anhelaba poder ya irse, pero al mismo tiempo le daba miedo estar solo y no poder tener al menos a alguien. Prefería estar con sus viejos amigos y su vieja escuela a pesar de que nunca sintió apego o solo una falsa realidad de que se sentía bien para no poder llorar todos los días. Pero se dio cuenta de algo: el miedo es simplemente la mejor jaula para tenerte ahí por mucho tiempo y es solo hecha por ti. Nuestro protagonista sí sentía cariño por las personas que estaban con él, pero impedía el volar sus verdaderas alas. El lugar donde estuvo casi toda su vida, el colegio, también le tenía un gran aprecio, sin embargo, debía soltar eso, para poder sentirse bien con quien era y poder crecer como el pato que es.
Actualmente ya no está en ese lugar, todos estos recuerdos salieron de su mente por la pequeña melancolía que le da el recordar. Sus esperanzas en esos momentos de incertidumbre estaban rotas y el simplemente, sin la ayuda de nadie, logró pegarlas y juntarlas. Y entendió que así es la vida, seguir pegando pedazos cuando se quiebran. Él pudo concluir que esa etapa fue agradable, aunque simplemente no podía estancarse ahí. Le dolía perder su visión de infante y la rebeldía, pero decir adiós es crecer y cada día su corazón gris se llena de color gracias a que ahora no necesita un lugar donde pertenecer. Él aprendió a pertenecerse a sí mismo.